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28/7/25

Sagrario…

Sagrario, o Ari, como prefería que la llamasen… 

Los signos del tiempo apenas habían hecho mella en sus facciones... Tenía esa elegancia natural y la presencia magnética que tienen las mujeres conscientes de su atractivo. Pero lo que más me llamó la atención en ella, era esa seguridad, esa serenidad, esa confianza en sí misma propias de quien ha amado mucho… y no se arrepintió. Y por por avatares que tiene el destino, sin buscarnos, nos encontramos.

Ocurrió hace unos días… Aprovechando una coyuntura favorable y ciertas casualidades, me llevó a su casa. Íbamos a lo que íbamos… Aire espeso, lujuria y ansia de placer furtivo. Inmersos en la penumbra, me miró… y yo a ella.  Dejó caer su vestido al suelo… y se tumbó sobre las sábanas revueltas, mostrándome sus encantos aún ocultos.

Me miró con sus ojos oscuros, pero con un destello de desafío, mientras su mano recorría lentamente el contorno de su cuerpo. 

Entonces lo vi: el tatuaje. Una serpiente negra y fina, reptando entre sus generosas tetas. Mi corazón dio un vuelco. 

  
Siempre había jurado que el día que me acostara con una mujer así, con esa marca, sería la señal de que Dios me había dado la espalda.

Pero ahí estaba yo, perdido en el exceso, borracho de lujuria, la boca seca, el alma ardiendo y una polla inflamada de furor adolescente.

Se alzó en la cama, gateando hacia mí con una lentitud que me enloqueció. El tatuaje de la serpiente parecía palpitar con cada aliento suyo, vivo entre sus tetas.

- “¿Te asusta?”, susurró, rozándome con sus labios mientras sus dedos recorrían mi pecho, deslizándose hacia abajo con nada veladas intenciones….

No respondí. Tampoco ella lo esperaba. Con una destreza experta, desabrochó mi cinturón, liberó el botón del pantalón y con un enérgico tirón, dejó al descubierto mi polla, que instintivamente alzó el vuelo. 

Para liberarme de los grilletes de mis pantalones, me senté torpemente en la cama, a su lado. Me quité las zapatillas e intenté despojarme de los vaqueros, pero no hay nada menos erótico que intentar quitarse a toda prisa unos 511 pitillo. 

Desnudos por fin, para compensar su incómoda espera la levanté de la cama y la atraje hacia mí. La besé, enredando mi lengua con la suya, saboreando su boca, mientras mis manos exploraban sus nalgas, apretándola contra mí con un ansia que se topó con la incómoda firmeza de mi inflamada verga…  

Busqué una mejor postura y la tumbé suavemente sobre el colchón. Ella reptó un poco hacia atrás, apoyándose en los codos, sin apartar sus ojos de los míos. Estaba irresistible… De pronto separó sus piernas y me mostró impúdicamente su sexo… que aparecía ante mi como un delicioso manjar imposible de ignorar y de reprimir.

Me arrodillé al pie de la cama, orando, dispuesto a recibir la eucaristía de su sagrado coño… Elevé sus piernas, apoyando las corvas en mis hombros. Inclíné mi cabeza y acerqué mi lengua a su femenina intimidad: sabía a sal, a espuma, a pura tentación… y a pecados añejos, de esos de los que nunca hubo arrepentimiento ni perdón. Lamí y mordisqueé con fruición sus pliegues, su clítoris, cada rincón de su coño, empapándolos de una lujuria descarada. Ella se retorcía de placer, arqueando la espalda, apretando sus piernas… temblando como una hoja al viento en plena tormenta. Pero yo no cedía en mi empeño… Sabía demasiado bien… y ella estaba tan cachonda… como yo. 

Mi lengua recordó lo practicado no hace tanto (y nunca olvidado), y se concentró en su clítoris, abultado, al que atormentó sin piedad. Estiré mi mano izquierda, en busca y captura de la cima de su teta, que mis dedos encontraron, muy dura y erizada… y deslicé mi mano derecha hacia atrás, dejando que mis dedos exploraran las profundidades de su suntuosa anatomía. Giré la muñeca, extendiendo el índice hasta rozar la rugosa textura que envolvía su punto G. Era un asalto coordinado a sus centros de placer: mis labios devorando su clítoris, una mano apretando su pezón, la otra profanando su sexo, primero con un dedo… luego dos… y tres… Estaba tan excitada y dilatada que podría haber deslizado toda mi mano dentro, pero ese honor lo reservaba para mi polla.  

Poco a poco retiré mis dedos, empapados en una capa cálida y viscosa del néctar de sus jugos, que delataban que su placer no era fingido. Aparté también mi boca, lo que me permitió ver su sonrosado sexo, hinchado, húmedo y brillante como uva de la vieja parra… Con una caricia lenta y deliberada, tracé un último recorrido con mis dedos: desde el cuidado triángulo de su vello púbico, descendiendo por la ardiente bisectriz, rozando su palpitante clítoris, bordeando los labios inflamados que parecían suplicar más… 

Pero la tentación me traicionó, y uno de mis dedos, osado e insolente, se deslizó sin permiso hacia el fruncido borde de su ano, invadiendo con descaro esa frontera prohibida. Su reacción fue inmediata: un chorro caliente de sus fluidos brotó de su coño, acompañado de un torrente de obscenidades que salpicaron mi cara… y mis oídos. 

- “¡No sabes lo que has hecho, no sabes lo que has hecho!”, me gritó entrecortadamente por sus jadeos… sin saber yo si era un reproche o un eco de admiración por haber desatado algo que ella misma anhelaba en secreto. 

No tengo idea de lo que habrían visto u oído las paredes de su habitación: sus susurros, sus gemidos, sus pecados… no es asunto mío. Pero como se estaban dando las cosas, estaba claro que lo próximo que presenciarían sería algo nuevo, brutal e intenso: un choque de carne y deseo que las haría temblar de puro vicio. No sé si sería la primera vez que esas paredes se escandalizaran (no soy tan arrogante como para asumirlo)… pero, con cada fibra de mi ser, me proponía que no fuera la última. 

Si Dios quería darme la espalda, no podría haber encontrado un altar mejor al que rendir culto y en el que caer en la tentación, el vicio y el pecado.

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