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23/6/25

La llamada perdida...

Es una sensación extraña. Miles de seguidores en redes sociales llenan los números, pero dejan un vacío inmenso. No leen ni escuchan, solo dan "me gusta", quizás esperando reciprocidad. Estamos atrapados en una dinámica de autopromoción, en la que subimos fotos impecables, historias editadas y reels ansiosos por atención. Esta abundancia digital, saturada de notificaciones y presión constante, erosiona nuestra intimidad y nos sumerge en un mar de superficialidad, siguiendo desconocidos en un escaparate vacío donde la cantidad ahoga la autenticidad y el verdadero sentir. Es una paradoja que, en la era de la hiperconexión, nos sintamos tan desconectados.

Hace treinta años, en los lejanos y felices 90, la realidad era radicalmente distinta. Nuestra agenda cabía en una libretita o un papel doblado, con apenas 9 o 10 números de teléfono anotados a mano. Sin smartphones ni internet, la comunicación se forjaba en la escasez, lo que le otorgaba un valor incalculable. 

Un símbolo de esa época eran las cabinas telefónicas. Recuerdo cuando a las 22:00 hacía cola frente a una, esperando mi turno para llamar a mi novia. Todos aguardábamos al horario reducido de Telefónica, dosificando las monedas, planificando la conversación, midiendo cada palabra y cada segundo. Era un ritual de paciencia y anticipación, donde cada interacción contaba.

Los móviles fueron un avance, sí, pero con sus propias limitaciones. No había videollamadas ni chats ilimitados, pero incluso en esa transición, las emociones encontraron un cauce: los SMS. Sin embargo, tenían un coste. Y la escasez, una vez más, agudiza el ingenio. Una de las formas más ingeniosas de decir un "te quiero" sin dejarte la cartera era la llamada perdida: marcar, dejar que sonara una vez y colgar. Era gratis, un truco nacido de la necesidad, y sin embargo, cargado de un profundo significado que solo aquellos que lo vivieron pueden comprender.

Enviar una llamada perdida era un acto de vulnerabilidad y deseo. Sentía el corazón acelerado al hacerlo, imaginando cómo el receptor —quizá un amigo, quizá alguien especial— vería ese número y sabría que estaba en mi mente. Era una manera de decir “te quiero” o un “pienso en ti”, sin gastar un céntimo, un susurro silencioso que cruzaba la distancia. Recibirla, por su parte, traía una mezcla de curiosidad y calidez, como si un hilo invisible se tensara entre dos personas.

El contexto lo hacía aún más intenso. Una llamada perdida a medianoche era un grito de anhelo, un eco de insomnio compartido. Durante el día, podía ser un “¿dónde estás?” o un “no te olvido”. No había necesidad de explicaciones; el código era intuitivo, un lenguaje que solo entendían quienes lo practicaban. En esa escasez de recursos, cada vibración se convertía en un tesoro emocional, una conexión pura que no requería filtros ni poses.

Quizá por eso, en medio de esta era digital, a veces cierro los ojos y recuerdo esas colas a las 22:00, el frío de la cabina, el sonido de las monedas. O la primera vez que envié una llamada perdida, con el pulso temblando, sabiendo que ella, al otro lado, la recibiría como un mensaje de amor

Fue un tiempo donde menos era más, y el corazón hablaba más fuerte que cualquier pantalla.

1 comentario:

  1. ... y se escuchaba, porque no había el ruido digital que distrae; y anula.

    Hoy, la nostalgia anida aquí.

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